Autor: José Antonio Gutiérrez Gallego.

Es Madrid, ciudad bravía,

que entre antiguas y modernas,

tiene trescientas tabernas y una sola librería.

 

Esta copla, que se popularizó durante el Siglo de Oro y a menudo se atribuye a Francisco de Quevedo, retrata con mordacidad la vida nocturna y la proliferación de tabernas en Madrid, contrastando con la escasez de librerías. Más allá de su valor literario, la frase encierra una realidad histórica: la taberna era plaga en aquella villa coronada. De hecho, a comienzos del siglo XVII contaba nada menos que con trescientas noventa y una.

Esta desproporción entre locales dedicados a la restauración y los destinados al comercio de libros no era exclusividad madrileña; podría afirmarse, sin temor a exagerar, que fue algo generalizado en toda la geografía nacional. Ni siquiera en los siglos posteriores al XVII disminuyó significativamente tal tendencia.

La presencia masiva de bares en ciudades y pueblos ha sido clave en la conformación de la trama urbana, otorgando al espacio público un carácter profundamente social. Así, muchas zonas han sido identificadas por la ubicación de estos establecimientos, que han facilitado la convivencia y la identidad vecinal a lo largo de generaciones.

Resulta fácil rememorar la evolución de calles, avenidas y plazas a través del recuerdo de algunos locales míticos, aquellos que muchos ciudadanos recuerdan con verdadera veneración por los buenos momentos compartidos bajo sus techos.

Cualquier habitante de cierta edad podría recitar una lista interminable de bares populares. ¿Quién en Don Benito no recuerda con cariño los clásicos de la Plaza de España: El Rincón Pío, el bar Gol o El Mesón? Bajando por la calle Arroyazo, encontrábamos La Espuela y El 21. Al otro lado de la plaza, el Joyfer, Los Temerarios y el Salamanca. No eran solo bares; eran puntos de encuentro, escenarios de nuestras historias y parte de la memoria viva.

De esta inmensa nómina, que no pretende ser un censo oficial sino solo un modesto homenaje a los que permanecen en la memoria -aunque sea frágil- del autor, hay que mencionar también el Calañés, cercano al parquecillo, y muy cerca de otros dos de solera: la Cueva y el bar Julián, el de las bogas.

Todos esos lugares han pasado ya a la historia, al menos en su forma original, pero perduran vivos en el recuerdo de quienes los frecuentaron. Entre ellos, uno especialmente entrañable: un pequeño bar en la calle Virgen conocido como La Esquinita. No era grande, pero sí acogedor. En el suelo aún se podían ver los boletos de sorteos pasados, aquellos que no habían tenido suerte. Sí, porque allí, como en otros muchos sitios, se vendían boletos con los que se sorteaban premios variados. Con la llegada de las máquinas tragaperras y las estrictas regulaciones sobre juegos de azar, aquellos boletos quedaron relegados al olvido, aunque no a la nostalgia.

Hace más de una década, unos empresarios vinculados al original La Esquinita decidieron resucitar el nombre y abrieron un nuevo local en las cercanías del parque municipal de Don Benito. El sitio ha cambiado de manos varias veces desde entonces, con distintos propietarios y arrendatarios, pero siempre ha conservado su identidad: todos lo llaman La Esquinita.

Ahora, un hostelero de reconocida trayectoria y solvencia, que regentaba con notable éxito un establecimiento en la plaza de la Constitución -popularmente conocida por los dombenitenses como la plaza Roja-, ha reabierto el local. Tal vez, por cuestiones comerciales o por fidelidad a sus orígenes, ha decidido dejar atrás el nombre original y adoptar únicamente su marca comercial. Pero eso poco importará a los lugareños, que seguirán llamándolo, como siempre, La Esquinita.

Imagen de los años 70 en El Rincón Pío (plaza de España), de ‘CACHOS DE VIDA’, de Diego Sánchez Cordero.

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