Por: María José Fernández Sánchez

 

A los días lluviosos de marzo de 2025.  

Hay días grises que enamoran; son los que están contenidos de viva nostalgia. Días dormilones donde caben las pantuflas que tienes, la ropa de estar por casa o las sábanas pegadas a tu piel durante largas horas; bañados en sudor de constipado, de tos impertinente; tal vez de lamentos vanos, pues al mirarnos al espejo, vemos como se va alejando nuestra niñez entre algún recuerdo azul difuso. Aferrados a nuestra nueva etapa, vamos tomando caldos calentitos que nos traen con todo amor a nuestra cama.

Hay días oscuros donde no caben miradas, porque la luz del nuevo día no nos ilumina el ánimo. Andamos perdidos entre reproches; nos aguantamos poco y mal; hasta desechamos las caricias del gato porque tenemos mucho que pensar; o tal vez en nada, en las rutinas de siempre que nos atenazan el alma. Estamos imbuidos en las cloacas de nuestro nuevo invierno, donde huele a soledad intransitable, hasta nos damos cuenta que, el de la bata azul, nos tiende su mano amiga y pregunta qué nos pasa.

Hay días donde el olor a petricor te recuerda la llegada de la humedad, y las gotas de agua las recibes anhelantes besando tu maduro rostro; son momentos lluviosos caídos del cielo, tan necesarios para que se rieguen los campos y resurja la vida; aunque, a veces, su humedad te cale hasta los huesos, porque pudieran ser demasiados días lluviosos; pero sabes que, tarde o temprano, el cielo quedará sin nubes y, en el momento preciso, lucirá el sol; luego habrá merecido la pena aguantar el temporal del largo invierno.

Hay días negros donde alguien se ha marchado de la vida y te deja para no volver jamás; te queda con las manos vacías esperando a que regrese y nunca volverá. Tú bien lo sabes, pero le esperas a pesar de la tardanza. Le regresas, al principio muy a menudo, cuando te puede la melancolía; rememoras recuerdos para tapar una falta que no te deja respirar, nada más que a través de los vivos recuerdos de los días azules.

Hay días perdidos que no cuentan en nuestra la existencia, tan solo hay ganas de morar en el olvido. Esos momentos te reconducen a los días azules; porque llegas a tu cama y cierras los ojos en un ajuste de soledad, y los sueños reparadores te elevan por encima de las nubes, donde habitan las nostalgias.

Hay días ajenos, sin significado alguno, donde nada tiene relevancia, donde todo es repetitivo, son un calco tras de otro y nos puede la abulia. En el hartazgo, vamos al baúl de los recuerdos azules, desempolvamos formas y maneras de subsistir. Abrimos el congelador y sacamos un delicioso pastel de los días de saciedad, el que nos sabe a gloria y nos anima los días sin significado. Solo entonces sabrás que habrá merecido la pena quedarse en casa viendo una película que también teníamos guardada. Los buenos momentos hay que elegirlos y sacarlos a la luz para que no se nos acumulen aburridos en el congelador de nuestra existencia.

Hay días extraños en los que te duele algo; en la calle llueve a mares, y casi agradeces ese malestar bajo el refugio de cuatro paredes impregnadas de una calidez que te vivifica. Hasta el gato está perezoso y, continuamente, se refriega en tu regazo; miras la hora en tu reloj y son solo las seis de la tarde, la justa para seguir tumbada en el sofá invocando sueños azules. Luego, en la placidez otoñal, programas la comida del día siguiente para que no te coja el toro.

Hay días desastrosos, donde todo son trabajo o quimera. Estás deseando que llegue el momento de descanso para tomarte un estofado reconstituyente. Es entonces cuando te salta la alarma de que estás más gordito/a, que no debes abusar. Pero tú sigues con tus cuitas, porque deseas liberarte de un apetito creciente que te atenaza; entonces, repites doble ración. Cuando terminas, tu mundo parece otro y vuelves al trabajo casi recobrado.

Hay días en los que recuerdas el duro verano, de un sol abrasador a las tres de la tarde: son de los que te muestran “que comerás el pan con el sudor de tu frente”. Corresponde a uno de esos días que estabas echando gasolina a tu automóvil cuando venías de trabajar -por unas cosas o por otras, no habías descansado bien-. Llegabas a casa y ya tenías preparado un buen gazpacho con tortilla de patata, y te sentaste enfrente del ventilador. Después corriste otra vez para el trabajo y, al final de la tarde, volviste del mismo modo, agobiado/a, pero sabiendo que te espera la frescura de la casa y la cena reparadora.

Hay días peligrosos en los que puedes perder a un amigo -porque donde dijiste digo, a él le pareció que dijiste Diego- y está muy enojado contigo. Hasta tal punto que, si no te andas con cuidado, puede que te retire su amistad. Lo peor de todo, es que se vuelva un encarnizado enemigo tuyo, y eso no te trae cuenta. Deberías excusarte como sea, aunque, a tu juicio, no le hayas hecho mal…, pero lo tienes que arreglar cuanto antes, porque sino te dará en la cabeza. Al final, ya desesperado/a, encuentras la forma y te abrazas a él… Sientes una gran liberación. Ha sido un mal entendido, un pésimo sueño -o lo que tú quieras-. Lo importante es que vuestra amistad siga azul entre vosotros. Y esa noche caes rendido/a, dando las gracias al cielo, abrazado a tu almohada te interrogas en cómo todo se ha puesto boca abajo en un momento. No somos nada en este mundo sin los seres queridos.

Hay días innombrables, para el olvido, en los que se cercena nuestra felicidad en la distancia ya que, en ellos, hemos hecho un descanso en el camino. Todo se produce en un momento: una fatídica llamada, un descuido y, luego, nada volverá a ser como antes. Nos puede ocurrir cuando coges el coche y decides hacer un alto en tus actividades para tomarte un café y, en ese desvío, se ha producido la tragedia. Ha pasado en segundos: el automóvil, que estás pagando poco a poco, te lo han declarado siniestro total; y dando gracias al cielo que no te has hecho ninguna lesión grave y has quedado apto para seguir trabajando.

Hay días prohibidos, los que viviste en tu juventud y que no quieres que se sepa: el recuerdo del primer cigarrillo que te supo a  rayos; aquel coche donde te montaste con las amigas para ir a una gran fiesta; el momento del beso furtivo o la caricia secreta; de la primera vez que visitaste el paraíso con tu Adán, de sonrisas abiertas a la vida; de miedos que se esfuman, de mitos que te despiertan; días prohibidos que se antojan azules para recordar en la posteridad y que te ayudan a comprender el sentido de tu existencia.

Hay días negros plasmados en el calendario; son los de rutina, de sudor y de trabajo, donde caben nuestras obligaciones. Muchos andamos a las carreras, ajustándonos a los horarios con una lluvia que no cesa, la de tantos días continuados sin luz del sol directa. Aun así, hay madres de familia que desean mejor esos días de diario que los rojos del almanaque porque, en ellos, se sienten la reina de la casa, pueden estar a sus anchas en la tranquilidad del hogar, viendo llover por los cristales o pensando que los días de fiestas son más cansados, aunque, en verdad, yo prefiera cualquiera de los grises, negros o rojos, que bien pueda convertir en amables días azules.

María José Fernández Sánchez

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