No sé su advocación, pero no importa. Sé quien es. Sé que está ahí y basta. En su pequeña hornacina, protegida por un cristal, las manos juntas, en actitud orante, los ojos entornados, mirando todo lo que pasa y no es poco, a sus pies. Pasa el tráfico rodado, por una calzada estrecha en una sola dirección; pasan los transeúntes que van y vienen, unos despacio, otros apresurados, a lo suyo, todos con su carga vital -su cruz-, a cuestas; pasa el pulso diario de un activismo comercial
Pasa todo el mundo, pues así de cosmopolita es la calle de San Francisco, calle principal, de mi pueblo de Villanueva, especie de Gran Vía, a la que, desde hace tiempo pienso, entre bromas y veras, que solo le falta el suburbano -una línea que, atravesando la ciudad de este a oeste, contuviera, por ejemplo, paradas tales como las que podríamos denominar Casacuartel, así, todo junto, Fajardo-Cuatro Caminos, Plazabastos, Pasaderas, Plazaspaña, Saltodagua-, y un cinematógrafo de evocador nombre, digamos Floridita. Idea, locura, fantasía, cualquier cosa, que, a salto de mata, dejo sobre la mesa por si alguien con coraje y poder suficiente, algún día se atreve a recoger. Pero a lo que voy, que unos pasan y otros, desde la cumbre de sus muchos años, miran ese pasar. Total, lo de siempre. Esos ancianos sentados en el porche de la plaza de abastos, soñolientos unos, conversadores otros, con la radio transistor cerca; ora solos, ora acompañados de un fiel perrillo o de la emigrante hispanoamericana o africana llegada a estos pagos -¡bendita ilusión!-, para prosperar; los acomodados en los bancos adosados a los paredones de la iglesia parroquial del barrio, todo un símbolo. La iglesia de San Francisco, una iglesia de mediano porte, de una nave, sencilla, pieza mayor de ese convento que fundaran hace unos cuantos siglos los hijos del santo de Asís, con suscinto aparato externo ornamental, pero atractiva, merced al juego de sus blancos volúmenes, tambores octogonales sobre cuadrados, cuerpos saledizos, linternas y tejadillos escalonados, que le confieren una gracia sin par. Ha sido, de puertas afuera, remozada recientemente y, en consecuencia, aparecen, vistos, insospechados, esquinazos, basamentos pétreos, algún que otro hueco ignorado, otros detalles aquí y allá. Entre estas novedades, una oquedad a media altura, en un paramento norte algo retranqueado de la alineación de fachada, bien aprovechado para alojar en su interior una pequeña imagen de María Santísima. No sé a quien se le habrá ocurrido la idea, pero le felicito. Le felicito porque me parece acertado que los símbolos religiosos, independientemente de su valor estético y siempre que no sean desfigurados ecce homos, aunque sea a pequeña escala, como es el caso, salgan de las profundidades de los templos y se asomen, de forma cotidiana y natural, como lo haría un niño por una ventana, a la vida palpitante del mundo exterior.
Imágenes al aire libre. En el fondo no es algo original. Ocurría, profusamente, en los pórticos, en las arquivoltas -perdón por el tecnicismo, léase molduras-, de los arcos de las puertas de acceso a las iglesias del medioevo, un período histórico no siempre tan oscuro como nos han hecho creer. No tenemos en Villanueva -Aldea Nueva- modelos de aquella época, pero sí algunos que otros parecidos ejemplos, a saber, ese San Bartolomé y esa Piedad, sobre las puertas de la iglesia citada; esa figura borrosa, bulto encantador, residuo de una forma descarnada por el tiempo, la erosión y quién sabe cuántas cosas más, rescatado felizmente de una agresión vandálica, coronando la puerta a mediodía de otra parroquia, la de la Asunción; algún que otro busto apostólico, en enjutas -¡vaya!, ¡otro tecnicismo!, ¡habráse visto!, ¡ha saltado al paso, como una liebre!; perdón de nuevo, léase como el diccionario quiere o no léase-, de otros lugares y poco más. Lo cierto es que estamos acostumbrados, salvedad hecha de la brevedad de los desfiles procesionales y de algún monumento aislado, a ver las imágenes sacras entre las cuatro paredes de sus particulares capillas, en retablos y pedestales, tras rejerías, algo distantes, a veces como acartonadas, ajenas a nuestros ajetreos cotidianos, de modo que esta presencia nueva, oxigenada, callejera -tan diferente de la publicidad, de la propaganda en torno-, que nada nos pide, nada nos exige, de golpe nos propone un nuevo sentido de nuestra relación con lo sobrenatural.
Pero, ¿qué he dicho?; ¿no son esas, palabras mayores? Y ¿quién soy yo para pronunciarlas?; ¿No voy demasiado lejos en mi interpretación del asunto?. ¡Ni que fuera usted un teólogo!. Ya me parece oir el reproche de algún lector sobresaltado. Calma. Respondo. En efecto, yo no soy un teólogo, ni un exégeta, ni nada parecido; en cuestiones de religión como en otras muchas, no he pasado ni pasaré jamás de simple monaguillo. Solo soy un creyente, del montón, que aún queda. Pero por eso mismo, solo por eso, creo que esa virgencita, por lo pronto, ahuyenta de nosotros cualquier sentimiento de orfandad, esa idea terrorífica de que el hombre está solo en el mundo, sin que nada ni nadie se preocupe de él, comparta sus penas y sus alegrías, calme su sed de infinitud, su apetito de conocimiento de la única Verdad. Anhelos que, dicho sea de paso, subsisten y subsistirán por los siglos de los siglos, por mucho relativismo y laicismo que queramos echarle a la sociedad. De modo que no. No estamos solos. Esa virgencita, menuda, tímida, callada, desde su atalaya, lo prueba; podemos sentirla a nuestro lado, cuando, por esa ancha vía de la que antes hablábamos, vamos o volvemos del trabajo, de la compra, de la escuela, del hospital; cuando, optimistas o malhumorados, sin levantar la cabeza, paseamos por su vecindad. Si no vamos ensimismados, casi dan ganas de saludarla, como saludamos a los conocidos con los que nos encontramos en nuestro deambular, seguros de que, a su manera, nos devolverá ese saludo. Y ese sentimiento, ¡caray!, creánme, nos insufla un soplo de bienestar.
Esa virgencita, no me cabe duda, tutela y bendice el río de la vida, no solo villanovense, que fluye a sus pies. Sucede que, mayormente, no nos damos cuenta de ello. Nuestros problemas, nuestras preocupaciones, nuestros afanes, no nos permiten pensar en otra cosa. Y, con frecuencia, pasamos de largo. Pero alguna vez, por un momento, deberíamos detenernos frente a su peana y reflexionar. Bisbisear una plegaria. Agradecer su compañía. Sería suficiente. Y continuar.