¡Bueno, bueno, pero como pasa el tiempo! Andamos ya metidos en septiembre y ahí sigue el verano, en una larga agonía, resistiéndose a morir. Como algunas otras cosas, malas y buenas. De las primeras, ¡cómo no!, la crisis, la condenada crisis; ¿dejaremos de nombrarla algún día? Pues, ¡vade retro!, hagámoslo ya y desde este preciso instante. De las segundas, de las que hemos disfrutado, quizás abusado, durante largo tiempo, lo de las vacas gordas, ¿qué decir?
¿Qué decir de ese pasar regalado, muelle, satisfecho, en el que, alegremente, nos habíamos instalado?. Aunque capitidisminuido, por la fuerza de la realidad, ¿acaso no perdura algo así como un rescoldo, siquiera nostálgico, de los viejos hábitos?. Incluídos ciertos aspectos de los mismos, que, desde la actual perspectiva, pudieran ser considerados como superfluos. Nada hay, sin embargo, de superfluo en las tradiciones, en el profundo sentir de la patria chica, en los símbolos y creencias que amalgaman nuestro peculiar modo de ser y de vivir, heredados de nuestros mayores. Aquí no sobra una tilde. Y ahí tenemos como demostración la pasada festividad de nuestra patrona la Virgen de Guadalupe, el día mayor de Extremadura, día de manifestación masiva de extremeños en el solar cacereño, de reafirmación en nuestra fe, de fastos y regocijos en los que todos, de un modo u otro, hemos tomado parte alguna vez.
En esta ocasión, no he participado en ellos. Con el paso de los años me muestro menos amigo de multitudes. Prefiero, un día cualquiera, decir mi plegaria y disfrutar de las muchas maravillas de nuestro santuario regional, por ejemplo, de los zurbaranes. ¡Menudo muestrario!. Cada vez que los miro pienso en el feliz día en que a la comunidad jerónima, allá por mediados de la décimo séptima centuria, al margen de los líos, bélicos y también económicos, que afligían a la España de entonces, se le ocurrió plasmar en lienzo los hechos milagrosos amén de personajes notables de la Orden. Y feliz elección la suya: el paisano artista de Fuente de Cantos, que tenía floreciente taller en Sevilla y, como diríamos hoy, gozaba de reconocido prestigio en el gremio de los creadores plásticos -y, en verdad, había tantos y tan señeros-, de la época. Aunque, de entrada, no parece que a los frailecicos eso le bastara. Desconfiados, prudentes, meticulosos, llámese como se quiera, antes de formalizar el encargo sometieron al maestro a una intervención, dígase examen. Como Felipe II al Greco, casi sesenta años antes, a la hora de exornar El Escorial. Por el mismo motivo, ambos pintores, previamente a la firma del contrato, hubieron de realizar un cuadro, de regulares dimensiones, que sometieron a la aprobación, al gusto -¿he dicho gusto?, ¡caray!, ¡cosa terrible esto del gusto!; en su nombre, como en el de la libertad, se han cometido los mayores aciertos y desafueros de la Historia, la General y la del Arte-, de sus clientes. En el primer caso, "La misa del padre Cabañuelas", en el segundo, "El martirio de San Mauricio y la legión tebana". Plació el primero. Desagradó el segundo. Y ahí tenemos el resultado: la más completa serie de pintura barroca de asunto conventual, que, venturosamente a salvo durante siglos de mil tropelías que desarticularon a otras, cuelga, incólume de las paredes de la sacristía guadalupana, de la que, naturalmente, forma parte la tela primordial, obra maestra en la que un extasiado monje, contempla, para disipación de sus dudas, el prodigio de la Sagrada Forma, consagrada por él mismo durante la misa. En el segundo caso, marró el Rey, pese a ser un entendido en la materia, o a lo mejor, por eso, que no eran nada fáciles de asimilar las revolucionarias formas -formalismos diría un erudito-, y cromatismos que se gastaba el cretense. Reprobado este y despedido, no sé si beneficiado o no con algún tipo de indemnización, que en aquellos tiempos y pese al precedente indiano de Las Casas, en temas laborales estaban, los pobres, muy atrasados, para siempre desvanecióse la oportunidad de admirar lo que, sin duda, hubiera sido un magnífico ciclo del genio. Pero, en fin, a estas alturas de poco sirve lamentarse por ello. Felicitémonos y mucho, por lo otro, por lo que, para gloria de la pintura española, orgullo regional y deleite estético visual, tenemos tan cerca de nosotros.
Volviendo al verano, a su arriscada decadencia. ¿Os habéis fijado?. Se han ido los vencejos y eso, al menos para mí, es algo muy triste. El cielo se queda vacío, sobre todo al atardecer, momento en que, hasta hace poco veíamos con gozo a estas criaturas -aviones los llaman otros-, dibujar en su seno, como en un azul tapiz, piruetas inverosímiles. Se han ido los vencejos, pero quedan los gorriones. Es un consuelo. No es bueno que el hombre esté solo y estas avecillas, simpáticas, inofensivas, pueden, a falta de otra cosa mejor, constituirse en buena compañía. También se han ido los familiares, los amigos, los que viven o trabajan -si tienen suerte-, en otras tierras, otras ciudades. Se han ido las olas de calor, los festivales, las Olimpíadas, los crepúsculos largos, las horas sin dueño, un pedazo pequeño de nuestra vida, casi sin darnos cuenta. Se ha ido algún que otro amor, amor circunstancial, pero, tal vez, con oculta vocación de eternidad, dejando en los labios un sabor agridulce, en el alma una herida que no sabemos como ni cuando cicatrizará. Todo esto y, sin duda, algo más, propio del feliz estío, se ha ido o está en trance de irse, ayer, hoy, ahora mismo, como agua entre los dedos, cuando aquel, según el calendario, aún no ha dicho su última palabra, pero en verdad sabemos que ya no tiene muchas que decir. ¿Qué nos queda entonces?, ¿capitular ante la depresión, la melancolía?.
¡Nada de eso!.
Hagamos un esfuerzo. Seamos optimistas, al menos por un día.
Nos quedan, solicitan nuestra atención, rescatados por Bruselas o no, IVA al margen, nuevos afanes y si no fuera así los inventaríamos, que para eso somos una especie única en el planeta, el homo faber. Pero no. Sin necesidad de inventar nada, he aquí que, hacen acto de presencia, como epílogo a la estación, las últimas fiestas patronales, la luz dorada de la vendimia, la vuelta al colegio que es tanto como decir a nuestros quehaceres cotidianos, no desfocalizados por el espejismo estival, la lectura de ese libro que dejamos a medio leer o que, recién publicado, ansíamos empezar, los estrenos cinematográficos, el cursillo ilusionante que siempre principiamos aun con el recelo de si seremos capaces de culminar, la amistad perdida y recobrada, el veranillo picante - a veces pícaro-, de San Miguel, el sol del membrillo; ¡la Liga!. En el horizonte inmediato, ahí es nada, el galgo y la patirroja. Nos quedan, por encima de dificultades, la esperanza en la lluvia otoñal, en nuestra propia capacidad de superación, en la accesibilidad de un futuro posible y mejor, para alcanzar el cual, confiemos en que no sea ni muy áspero ni muy largo el camino que nos falta por recorrer.
Ahí estaremos.