Giró la llave. Y risas burlonas, risas, risas... Me levanté del sillón y aligeré mis pasos hacia la alcoba. Me tumbé bajo la cama. Escuchaba: Risas nerviosas... y dijo él: “vamos a la cama”
Pasaron a la alcoba. Ella en el lado izquierdo, justo encima de mÍ. Chirrió el somier y bajó hasta mi cabeza. Me retiré: caían ordenadas sus ropas. Camisa, falda, medias, sostén y por último la braga negra. El somier cedió en el centro y escuché: “abre las piernas, cariño”.
Y como mar en calma, el somier fue lentamente bajando y subiendo. Jadeos. Susurros...
“No te preocupes dejámelo dentro; tengo el DIU”. Dijo ella con voz melosa y entregada. Se detuvieron. Escuchaba sus besos. Creo que besaba sus senos. Ella gemía, dulcemente, gemía. “Ponte a cuatro patas”, sugirió él y élla debió levantarse; escuché el sonido de las sábanas.
El cabecero daba en la pared y sonaba: Clo, clo, ya acelerado, y ella lanzó un gemido alto y prolongado. Se detuvieron. “Ponte tú encima”, dijo él de nuevo y el somier se hundía. Yo acariciaba mi pistola. Lloraba y la acariciaba, al fin la cogía con las manos en la masa. No tenía escapatoria. Ella daba grititos de placer: ¡ay!, ¡ay!, así repetido, y un gemido prolongado... y seguían.
Yo lloraba y deseaba que acabaran, que no gozaran tanto. Yo estaba debajo. Los iba a dejar tiesos a tiros. Primero a ella. Un tiro entre las piernas. Gimieron los dos. Cesó el aullido metálico del somier. Salí. Me levanté. Él aún estaba encima de mi mujer. Lo empujé violentamente. Y ella gritó: “¿Qué vas a hacer? Soy tu hermana... Tu mujer me dejó la llave del chalet...”.